Hacía mucho no comía algo tan exquisito como aquella manzana que digirió camino a casa; colocada en el cajón grande del almacén de la cuadra, jaspeada con colores amarillos leves, rojizos cálidos y un gran reflejo que emblanquecía la superficie coloreando azulosos los contornos de manzanas vecinas, llenas de verdosos tonos aun muy cercanos a la tierra. Admiradas todas ellas por el reflector instalado sobre el escaparate junto a los helados.
Se quedo mirando mientras esperaba que atendieran a otros.
Ahí llegó el momento en que le vio; disimuladamente como a cualquiera de ellas, la cogió a dos manos y se la llevó al mesón; pagó y se fue. Sin atado hizo todo lo que siempre hacia para que no se sospechara algún cariño especial por comerse algo en el camino.
Aquella chiquilla, llevando la manzana fuera de la bolsa saboreaba cada bocado a paso lento.
Pensaba nada y dejaba corriendo la llave sobre la tranquila respiración placida del momento.
Sin esfuerzo pasaban los dientes procesando el alimento y estos entrando al cuerpo; pasaban las esporas sobre la ropa y su pelo suelto; pasaba el polvo dorándose al sol; pasaba sobre el cemento un auto viejo y se acabó… solo sostenía el tallo con los dedos y miraba los filamentos como pasaban de la humedad a la madera y de la madera a su carne.
Aquello único que quedo a su vista, ese pequeño fragmento de apariencia miserable, la sostuvo al árbol y desde entonces bendijo su Ligera Piel de sonrisa brillante.